Charlotte.- Ana es una mujer sencilla, de 42 años, que se halla en Charlotte, viviendo el drama que comparte con millares de sus compatriotas, de haber ingresado a Estados Unidos en los primeros meses de 2018, en la antesala de la declaración de la política de cero tolerancia migratoria de la administración del presidente Donald Trump.

Después de soportar por más de 20 años una relación abusiva y enfrentarse a la realidad de que su marido la dejó, decidió emprender viaje hacia el norte, a la aventura del sueño americano.

“Yo sufría mucho. El maltrato, otras mujeres. Eso es muy doloroso”, relata compungida.

Partió de una pequeña aldea calurosa del centro de Honduras, con dos de sus cinco hijos, de 17 y 6 años.

Atravesaron sin contratiempos Guatemala y el largo territorio mexicano.

En la frontera le sugirieron pasar por uno de los puentes que conectan a México con Texas y lo cruzó caminando.

“Terminé en una fila frente a los guardias de migración”, dice Ana con su verbo inocente.

“Me preguntaron para donde iba y les dije que para adentro”, añade.

Finalmente, les reveló a los oficiales de inmigración que tenía familia cercana en Carolina del Norte y después de permanecer detenida por un día la empacaron en un autobús con sus críos.

De su encuentro con los agentes migratorios lleva una marca, porta un grillete geoestacionario en uno de sus tobillos, que muestra como una herida necesaria de guerra.

Lleva medio año en Charlotte, habita en un complejo de apartamentos de uno de los dos corredores viales con mayor población latina de la ciudad.

Consiguió un empleo a poca distancia de su vivienda, donde trabaja sin descanso de sol a sol, para contribuir al sostenimiento de sus dos hijas que quedaron en tierra catracha.

Ana dice ser feliz en Estados Unidos, pero la consternan no tener a sus hijas cerca y un problema que no la deja dormir desde hace un mes.

A su hijo mayor lo detuvieron en la frontera, y está en uno de los centros carcelarios de ICE.

“Él tuvo que venirse, está amenazado, me lo golpearon”, cuenta Ana y muestra en su celular la foto de un hombre joven cuyo rostro está lleno de moretones.

“Voy a ser abuela, su mujer está embarazada, pero es la segunda vez que lo atacan. Mis hijas me dijeron que lo fueron a buscar unos hombres a la casa, por eso se vino”, afirma, indicando que su hijo es una buena persona.

Ana envió dinero a un abogado de inmigración de una localidad fronteriza para que represente a su hijo, que tiene orden de deportación.

La madre y cuasi abuela aspira que su hijo, que pronto será llevado a corte, se quede como ella en Estados Unidos.

El abogado lo consiguió un compañero de encierro del hijo de Ana, y solo comprobó que pertenecía a un bufete legítimo después de Qué Pasa-Mi Gente, verificó mediante una búsqueda de Google, que existía.

Actualmente, Ana se presenta periódicamente ante las autoridades migratorias para permanecer en Estados Unidos y dice que la han tratado bien.

“El oficial sabe en qué lugar vivo y ha estado en el apartamento”, dice.

Ana reconoce que en las áreas rurales hondureñas se sabe que venir a Estados Unidos no es fácil.

“Estamos informados que el gobierno de Trump ha tomado medidas duras, pero la gente tiene en mente el sueño americano”, puntualiza.